Nuestra amiga se desliza impulsada por la gravedad. El viento quiere variar su trayectoria, mas su voluntad es inquebrantable. Persigue su meta. Sabe contra qué quiere chocar.
Es necesario que esta gota de lluvia impacte contra mi rostro, con la fuerza de cien yunques para que abra los ojos. Para que vuelva a renacer. Para que me de de cuenta de todo lo que me rodea.
Para que me de cuenta de que me he desmayado en el suelo, a las puertas del coche.
Para que me de cuenta de que posiblemente me haya arrancado un ataque de tos. De que no haya tenido nada que llevarme a la garganta. Que tengo las manos manchadas de sangre, que a causa de la lluvia el color rojo carmesí se esté deslizando por el suelo.
Para que me de cuenta de que ya tuve las manos manchadas de sangre, antes de que cualquier enfermedad me afectase.
Para que me de cuenta de que no sé el tiempo que he estado inconsciente; que tengo que deshacerme del arma del crimen y que posiblemente la policía está de camino.
Me arrodillo como puedo, con el peso del mundo a mis espaldas. Pero claro, yo no soy Atlas. Yo no puedo soportar la bóveda celeste sobre mis hombros.
Haciendo acopio de toda mi voluntad. Me introduzco en el vehículo después de tomarme un breve respiro y enciendo el contacto.
Al cabo de un rato; he arrojado las piezas del arma a distintos contenedores a lo largo de la ciudad; tengo una botella de whisky en la mano y estoy tirado en el asiento trasero de mi único compañero de viaje.
Suena el teléfono.
Es un cliente.
Tengo un nuevo trabajo.
Apuro la botella. Aseguro el revolver en la cartuchera y lo pongo bajo la axila.
Las ruedas del vehículo chirrían cuando pongo mis manos siempre manchadas de sangre al volante y piso el acelerador.
Me doy cuenta de que no le temo a la muerte. De que el infierno me aliviaría de tanto dolor.
Pero aún así, el infierno debe esperar un poco más.
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