Antes de que comiences a leer:

Lector constante, debes saber que las historias que aquí se escuchan ya han sido contadas, quizás tengas esbozos de ellas en otro tiempo y en otras circunstancias.
Si eres nuevo debes saber que para entender la historia de nuestro asesino deberás viajar en orden cronológico hasta la entrada del día 5 de Octubre de 2011 y leer en orden ascendente.
~Atte: Tu narrador.

sábado, 8 de octubre de 2011

Me tomo un instante para respirar.

 Registro al camarero para encontrar las llaves del local, las encuentro en uno de los bolsillos del pantalón junto con su cartera.
Se llamaba Herbert Moon. Casado. Dos hijas. Una casa en el extrarradio cerca de aquí. Posiblemente un perro. Vacaciones familiares en la costa. Felicidad matrimonial y relaciones sexuales los fines de semana y las fechas importantes. Me doy cuenta de que no es un barrio tan malo, quizás sea uno de los mejores de la ciudad incluso.
Quizás incluso los tipos que ahora están dentro muertos no eran tan despreciables ni merecían la muerte, tan solo eran unos clientes habituales que pagaban en efectivo y sin rechistar, a cambio de un poco de jaleo extra.
Quizá el dueño los conociera, y tan solo esperara que acabaran su partida para marcharse junto a su familia.
Quizás me esté inventando todo esto para intentar sentirme pero, pero no es el caso. Era un tugurio de mala muerte, con una cerveza barata, un barman cuidado y una clientela despreciable.
Me permito salir un momento del bar para coger aire. El frío de la noche me golpea en la cara y llega hasta la boca del estómago.
De nuevo dentro, cierro con llave la puerta y me aseguro de que no exista otra salida del bareto.
Tras la barra, encuentro unas pinzas del hielo y valiéndome de ellas, extraigo cuidadosamente las balas de los cadáveres. No era mi revólver, pero no quiero dejar ningún arma que me relacione con los homicidios.
Expongo en el mostrador todas las botellas de aguardiente y whisky que puedo encontrar. Riego el bar con ellas, procurando que el alcohol bañe bien los cadáveres.
De cada botella que gasto para este propósito, me bebo aproximadamente la mitad de otra.
Una vez he terminado la faena, me permito relajarme un poco y encenderme un cigarrillo.
En la barra desmonto el arma del crimen en partes. El cargador por un lado, el cañón y la culata por otra.
Me ajusto la gabardina negra y apuro el cigarrillo.
Cuando me he dado por satisfecho, lo tiro al suelo y el alcohol hace que el sitio comience a arder.
Tras la barra he dejado una garrafa de gasolina a medio llenar. Procuro que el fuego casi la encuentre antes de salir del local.
Cierro adecuadamente la puerta con llave desde la calle y desaparezco de allí.
Al girar la esquina en dirección al coche; escucho la explosión. 
No es sino hasta entonces, cuando me permito sonreír plenamente.


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