Antes de que comiences a leer:

Lector constante, debes saber que las historias que aquí se escuchan ya han sido contadas, quizás tengas esbozos de ellas en otro tiempo y en otras circunstancias.
Si eres nuevo debes saber que para entender la historia de nuestro asesino deberás viajar en orden cronológico hasta la entrada del día 5 de Octubre de 2011 y leer en orden ascendente.
~Atte: Tu narrador.

sábado, 22 de octubre de 2011

Pesadillas Recurrentes

El sobresalto me cogió por sorpresa y los músculos se contrajeron de golpe.
De nuevo, pesadillas; por eso evitaba dormir.
Me coloco de pie. Me cercioro de que estoy completamente vestido, el cansancio acumulado que me provocó caer redondo en la cama es el mismo que se ha encargado de borrar gran parte de los días anteriores.
Me dispongo a hacer la maniobra habitual, la única que me permite volar libre de esta cárcel con barrotes dispuestos en paredes, de momento hasta que todo el ajetreo pase.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Media vuelta.
Ando y ando. De un lado a otro de la habitación. Mientras ejecuto este movimiento mecánico tengo las manos en los bolsillos. Solo las extraigo para llevarme cigarrillos a la boca e intercalar un trago casual.
Las pesadillas lo atormentaban desde que había sido consciente del uso de razón. Desde que había sido capaz de usar su mente parcialmente desarrollada para darse cuenta que el mundo en el que vivían se había corrompido, que no había sitio para las personas de buen corazón, que el mundo estaba sucio, corrupto y enfermo. 
El debía cerrar esa herida.
Las pesadillas lo atormentaban desde que se dio cuenta que era a través de la sangre desde donde debía curar al mundo. 
Desde que se había dado cuenta de que era un asesino.
En un principio, eran pesadillas infantiles en cierto modo. Lo perseguían los prejuicios en la soledad. La oscuridad que inundaba a las personas las poseía, convirtiéndolos en seres oscuros y ansiosos de apoderarse de más victimas. El no temía a las sombras, lo que lo aterraba era el hecho de que las personas podían ceder con suma facilidad a esta oscuridad. Que los malos sentimientos están en todas las personas, que los posean es solo un simple trámite.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Media vuelta.
Conforme crecía, las pesadillas se volvieron cada vez más extrañas. Formas monstruosas y amorfas, de colores preciosos que rotaban lo perseguían y esos colores se le metían en la piel y le alteraba internamente. Ahora podía ver las manchas de colores si cerraba los ojos. En ocasiones antes simplemente se tumbaba en la cama y miraba al techo, donde las manchas giraban en preciosos dibujos simétricos y alcanzabas colores hermosos a más no poder. Siempre le alegraba contemplar estos colores, ya que sabía que si no era en su sueños no podían alcanzarlo.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Media vuelta. Me llevo un cigarrillo a la boca.
Con su primer asesinato, se vio saciada su ansia de encontrar el interior de las personas.
Fue de casualidad. Conducía el coche por una carretera de montaña cuando le sorprendió una nevada. Un poco más adelante se encontró con un ejecutivo que se había quedado tirado. Entonces fue donde supo que no tenía respeto alguno por la vida humana. Le cortó el cuello con una navaja que llevaba encima siempre por protección y tras enterrar el cuerpo en la nieve  encontraron el cadáver a los dos meses, semidevorado por los lobos. A lo que quedó del cuerpo lo dictaminaron muerte por congelación según los informes forenses. Fue un primer asesinato perfecto.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Media vuelta. 
En unos días podré volver a salir a la calle. La pista del caso se habría enfriado y nadie sabía de mi paradero. Lo primero que haré será emborracharme, y luego me retiraré por un tiempo a la casa abandonada del lago BlueMoon. Si me encuentro con algún campista probablemente no sea capaz de refrenar mi ansia de sangre humana y acabe muerto. Es un sitio poco visitado excepto para parejas puverscentes.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Media vuelta.
Necesito un trago.

lunes, 17 de octubre de 2011

Y en la calle, un frío infernal.

Corre. Se está escapando.
Agarra la ventana. Sube el marco. Echa las manos a la barandilla de incendios que discurre por detrás del edificio e intenta impulsarse fuera para salir.
Lo agarro por el tobillo con una sola mano. 
Un solo tirón hace falta para que caiga al suelo de la cocina. Al caer se ha golpeado la cara contra el suelo y le sangra la nariz. Va a sufrir heridas peores hoy.
Le amenazo con partirle ambas piernas, para que no se le ocurra volver a intentarlo. Parece haber captado la indirecta.
Arrastro una mesa pequeña y un par de sillas. Todas de madera. Las coloco en medio de la habitación y le ordeno que se siente.
Coloco la pistola que había obtenido de uno de los dos policías muertos y la coloco encima de la mesa.
El tipo tiembla de miedo. 
Encuentro una botella de un whisky decente y nos sirvo un poco a ambos en sendos vasos. 
Le pregunto por el encargo del asesinato.
Comienza a ponerse aún mas nervioso. Me evita la mirada y se mueve de un lado a otro.
Miente.
Saco la pitillera y le ofrezco un cigarrillo. Al rechazarlo soy yo el que se enciende uno.
Intento, de nuevo, que hable.
Se seca el sudor de la palma de las manos contra las perneras del pantalón. Sigue sin decirme nada de lo que quiero oír. 
Me enfado.
Apago el cigarrillo semiconsumido contra mi mano y el tipo traga saliva al contemplar que ni me inmuto cuando la colilla me quema la piel y finalmente humea por ultima vez.
En tan solo un segundo. Retiro la mano hacia atrás y le propino un golpe con el dorso. El impacto es tan fuerte que cae hacia atrás.
Cuando me levanto en toda mi envergadura, el tipo comienza a sollozar.
Me quito la gabardina.
Me pongo los guantes.
Oigo que llaman a la puerta.
Es una vecina con una bata de andar por casa, con los rulos puestos. Vocifera y dice que llamará a la policía si no hacemos menos ruido.
Tan solo asomo un poco el rostro por una rendija de la puerta y la mando a la mierda, antes de cerrarle la puerta en las narices.
En el salón encuentro un tocadiscos. Al comenzar la aguja a rayar el vinilo comienza a sonar una música de piano bastante agradable.
De nuevo en la cocina, mi amigo tiene un cuchillo en la mano.
Le rompo la muñeca y lo arrojo contra una pared. 
Entonces es cuando parece haberme entendido y accede a dialogar.
Le invito a tomar asiento de nuevo. Así lo hace.
Coloco de nuevo el arma reglamentaría, que había caído al suelo, sobre la mesa.
Me cuenta que yo fui el verdugo que asesinó a su hermano dos años atrás, que su viuda supo de mí y que gracias a ella ha obtenido mi número.
Mariconadas.
Miente.
Esta vez, opto por algo más tradicional y, de nuevo en un movimiento fugaz, le agarro por la nuca y hago que su cabeza se estampe contra la mesa varias veces, hasta que considero que ha sido suficiente.
El tipo ahora sangra por la nariz y por la boca. Tiene una ceja partida y un ojo amoratado. 
Canta como una rata. 
Según me narra, el policía era un tipo corrupto que tenía trato con prostitutas y traficaba con cocaína cortada. El había sido chulo y varias de sus chicas habían muerto por la mierda que les vendía, de modo que le guardaba una. También, me cuenta que ha encerrado a su hermano -el que antes había mentido diciendo estar muerto- en chirona y que lo iban a condenar a muerte porque este tal policía le había incriminado. Mi hombre no pensaba que fuera a ir con otro policía a la cita donde habían quedado, según me dice, para venderle un par de extranjeras. Me llama "efecto colateral", dice que no fue culpa suya.
Rompe a llorar.
Me pide clemencia.
Enciendo un cigarrillo y le doy la espalda. Al ponerme de pie me calzo la gabardina.
El tipo aprovecha que no estoy pendiente de él para agarrar la pistola sobre la mesa y me la coloca en la frente, justo entre los ojos.
Me sonríe y me insulta. Nombra a mi madre y dice cosas bastante groseras acerca de mi padre y mis ancestros. Me dice que se las voy a pagar y que es muy superior a mí.
La sangre se le va coagulando en el rostro y me escupe gotitas mezcladas con su saliva conforme me grita.
El tipo me escupe en la cara y justo después. Aprieta el gatillo. Clic.
Este gatillo acciona el percutor que va a parar con una recámara vacía.
Clic.  Clic.  Clic.
Le sonrío de oreja a oreja mientras saco lentamente y sin reparos, el revólver de la cartuchera.
Me concentro en degustar mi cigarrillo cuando aprieto el gatillo de mi revólver, que sí estaba cargado y el impulso le lanza hacia atrás y rompe una baldosa al caer al suelo.
Ni siquiera le he mirado a la cara mientras le mataba.
Escucho sirenas de policía y como un coche se detiene.
Están debajo. Hablan con la vecina que antes me había molestado y señala la ventana donde me encuentro.
Uno de los policías y me consigue ver de respabilón.
Mi mente mecanografía rápido: ESTÚPIDO, ESTÚPIDO, ESTÚPIDO.
Lo más deprisa que puedo, le saco la bala de lo que queda de cabeza del tipo y borro todas las superficies donde haya podido dejar huellas.
Antes de escapar por la ventana del baño, arrojo el tocadiscos contra la pared y lo dejo hecho añicos.
Puedo escuchar el sonido de la puerta del piso venirse abajo y como alguien entra, al mismo tiempo que escapo de aquel lugar.
Aprovecha y no la cagues. 
Huye.
No repares en nada.
Huye.
Estás solo. No te importa.





Pausa.

[Antes de nada, permitidme que haga un alto en la historia. Quiero dar las gracias a las personas que me están apoyando con el desarrollo, que aportan ideas, o simplemente me preguntan por el siguiente paso del personaje. Aunque de momento, puedo contaros con los dedos de tres manos, espero que en un futuro haya mas gente al otro lado, pero que también sigáis estando ahí. Gracias]
Y sin más preámbulos, os dejo con una entrada normal. En la siguiente actualización continuare con el relato.


Me fascina tu presencia
me ilumina tu fulgor,
como el arco que se tensa al disparar
vibras alrededor.


Ahora yaces junto a mí
y es intensa la sensación,
admiré en el momento que te vi
tu belleza de corazón.


Se que sientes hoy un gran calor
y el puñal de la ira y del rencor
un nuevo sol, muy pronto verás.
No sufras más.

viernes, 14 de octubre de 2011

La estupidez siempre me juega malas pasadas; pero en ocasiones, que esa estupidez sea influida, y no propia de mí mismo hace que esas malas pasadas sean sucesos que puedan marcar un punto y aparte en mi vida.
Que un cliente te la juegue, por ejemplo, es que te influyan un estado de estupidez.
Tengo a mis pies al sujeto a quien querían ver muerto. Así lo dijo mi cliente.
El revólver en mis manos humea. Decido guardarlo en la cartuchera, ya ha hecho suficiente por hoy.
Me agacho para registrar la cartera del cadáver. 
Siempre el mismo procedimiento metódico.
Encuentro un arma demasiado pulcra en una cartuchera, bajo la axila. En el mismo lugar donde guardo mi revólver.
En el bolsillo interior, toco algo duro que por su aspecto, debe ser lo que busco.
Al levantar la solapa encuentro una placa de policía.
Me la han jugado.
Registro al tipo en busca de cualquier otro indicio de que se así. Total, puede ser un tipo que simplemente le ha dado el palo a la persona equivocada y se haya marchado con la credencial.
Echo mano de nuevo a la pistola de su cartuchera.
Es una pistola reglamentaria. Todo el cuerpo tiene la misma.
No hay duda. 
Me la han jugado.
Los ecos de las suelas de unos zapatos rebotan en las paredes.
Alguien se acerca.
Una voz llama un nombre.
Es el mismo nombre que reside en el carnet del cadáver. 
Me doy cuenta de que es el propio compañero del muerto.
Está demasiado cerca.
Giro la esquina para encontrarme con él. 
Llevo la mano bajo la gabardina y me apoyo bajo la pared. Cojeo de una pierna a propósito. Intento dar impresión de haber sufrido un ataque.
El hombre, pistola y linterna en mano me socorre.
Me cuenta que a su compañero le habían dado un chivatazo de aquel lugar esta misma noche. Que al no volver él, ha decidido entrar a buscarlo, ha oído disparos y se ha temido lo peor.
Hago gala de mi capacidad interpretativa y le convenzo para que salgamos de ahí. 
Le digo que necesito un médico, que me han herido y que por favor me lleve al hospital.
El tipo accede e intenta que me apoye en él para caminar. 
Deniego su petición y le ofrezco ir delante.
Cuando me da la espalda me incorporo. Le agarro la cabeza con una mano y el cuello con la otra. 
Puedo oír el sonido del cuello romperse con un crujido bajo mis brazos.
El cuerpo sufre un espasmo e intenta zafarse una última vez antes de dejar de moverse para siempre.
Dejo el muerto en el suelo. Me llevo también su cartera y su placa, así como su pistola. 
También encuentro las llaves de un coche; algo más tarde me doy cuenta de que pertenecen a un viejo modelo que esperaba en la puerta. 
Acabaré arrojando el coche al mar por el puerto de la ciudad antes de ponerme en la búsqueda de mi cliente.
Del cliente que me la ha jugado.
Del cliente responsable de que de aquí a unas horas tenga a todo el cuerpo de policía tras de mí.
Que un cliente te la juegue es que te influyan un estado de estupidez.
Que dos hombres inocentes hayan sido asesinados por mis propias manos es una mala jugada.
Que de aquí a unos días posiblemente esté muerto, huido o en chirona es un punto y aparte en mi vida.
Ahora ya solo puede quedar uno.

jueves, 13 de octubre de 2011

Una gota de lluvia se desprende de la nube de la que precipita. Cae junto a sus hermanas. Ninguna de ellas sabe lo que le espera, donde caerán, el camino que tendrán que seguir para volver a precipitar y caer de nuevo. 
Nuestra amiga se desliza impulsada por la gravedad. El viento quiere variar su trayectoria, mas su voluntad es inquebrantable. Persigue su meta. Sabe contra qué quiere chocar.
Es necesario que esta gota de lluvia impacte contra mi rostro, con la fuerza de cien yunques para que abra los ojos. Para que vuelva a renacer. Para que me de de cuenta de todo lo que me rodea.
Para que me de cuenta de que me he desmayado en el suelo, a las puertas del coche.
Para que me de cuenta de que posiblemente me haya arrancado un ataque de tos. De que no haya tenido nada que llevarme a la garganta. Que tengo las manos manchadas de sangre, que a causa de la lluvia el color rojo carmesí se esté deslizando por el suelo.
Para que me de cuenta de que ya tuve las manos manchadas de sangre, antes de que cualquier enfermedad me afectase.
Para que me de cuenta de que no sé el tiempo que he estado inconsciente; que tengo que deshacerme del arma del crimen y que posiblemente la policía está de camino.
Me arrodillo como puedo, con el peso del mundo a mis espaldas. Pero claro, yo no soy Atlas. Yo no puedo soportar la bóveda celeste sobre mis hombros.
Haciendo acopio de toda mi voluntad. Me introduzco en el vehículo después de tomarme un breve respiro y enciendo el contacto.
Al cabo de un rato; he arrojado las piezas del arma a distintos contenedores a lo largo de la ciudad; tengo una botella de whisky en la mano y estoy tirado en el asiento trasero de mi único compañero de viaje.
Suena el teléfono. 
Es un cliente.
Tengo un nuevo trabajo.
Apuro la botella. Aseguro el revolver en la cartuchera y lo pongo bajo la axila.
Las ruedas del vehículo chirrían cuando pongo mis manos siempre manchadas de sangre al volante y piso el acelerador.
Me doy cuenta de que no le temo a la muerte. De que el infierno me aliviaría de tanto dolor.
Pero aún así, el infierno debe esperar un poco más.

sábado, 8 de octubre de 2011

Me tomo un instante para respirar.

 Registro al camarero para encontrar las llaves del local, las encuentro en uno de los bolsillos del pantalón junto con su cartera.
Se llamaba Herbert Moon. Casado. Dos hijas. Una casa en el extrarradio cerca de aquí. Posiblemente un perro. Vacaciones familiares en la costa. Felicidad matrimonial y relaciones sexuales los fines de semana y las fechas importantes. Me doy cuenta de que no es un barrio tan malo, quizás sea uno de los mejores de la ciudad incluso.
Quizás incluso los tipos que ahora están dentro muertos no eran tan despreciables ni merecían la muerte, tan solo eran unos clientes habituales que pagaban en efectivo y sin rechistar, a cambio de un poco de jaleo extra.
Quizá el dueño los conociera, y tan solo esperara que acabaran su partida para marcharse junto a su familia.
Quizás me esté inventando todo esto para intentar sentirme pero, pero no es el caso. Era un tugurio de mala muerte, con una cerveza barata, un barman cuidado y una clientela despreciable.
Me permito salir un momento del bar para coger aire. El frío de la noche me golpea en la cara y llega hasta la boca del estómago.
De nuevo dentro, cierro con llave la puerta y me aseguro de que no exista otra salida del bareto.
Tras la barra, encuentro unas pinzas del hielo y valiéndome de ellas, extraigo cuidadosamente las balas de los cadáveres. No era mi revólver, pero no quiero dejar ningún arma que me relacione con los homicidios.
Expongo en el mostrador todas las botellas de aguardiente y whisky que puedo encontrar. Riego el bar con ellas, procurando que el alcohol bañe bien los cadáveres.
De cada botella que gasto para este propósito, me bebo aproximadamente la mitad de otra.
Una vez he terminado la faena, me permito relajarme un poco y encenderme un cigarrillo.
En la barra desmonto el arma del crimen en partes. El cargador por un lado, el cañón y la culata por otra.
Me ajusto la gabardina negra y apuro el cigarrillo.
Cuando me he dado por satisfecho, lo tiro al suelo y el alcohol hace que el sitio comience a arder.
Tras la barra he dejado una garrafa de gasolina a medio llenar. Procuro que el fuego casi la encuentre antes de salir del local.
Cierro adecuadamente la puerta con llave desde la calle y desaparezco de allí.
Al girar la esquina en dirección al coche; escucho la explosión. 
No es sino hasta entonces, cuando me permito sonreír plenamente.


viernes, 7 de octubre de 2011

Aparentemente un día como cualquier otro.

Deslizo el vaso entre las manos.
Tiene un color amarillo anaranjado, el vaso es de un cristal malo y sucio, se nota a simple vista.
Me lo llevo a los labios.
La cerveza sabe a meados, es lo máximo que puedo pedir ahora mismo, no me quejo.
Es un bareto de mala muerte, en una periferia de mala muerte, de una ciudad de mala muerte que se anuncia como apetecible para las prostitutas, traficantes, delincuentes de poca monta y ricachones que saben donde esconder el dinero negro.
Si sabes donde pones los verdes, en esa ciudad eres el rey.
El barman frota un vaso con el delantal. 
Está nervioso, es aparente.
Lleva frotando el mismo vaso mas de veinte minutos, parece como si estuviera intentando sacar al genio de la botella sin éxito.
No. Simplemente está nervioso.
Al fondo, unos tipos con mala pinta juegan al billar. 
Son unos indeseables, es aparente. 
Apestan a marihuana de mala calidad. Esnifan cocaína en los propios tacos de la mesa y solo saben comunicarse mediante eructos y risas guturales. 
Los huelo desde mi taburete.
Al entrar, han pedido el mejor whisky que tuviera la casa, a lo que el barman ha respondido sacando una botella vieja que olía a aguarrás y desinfectante. Se han calzado mas de siete.
Como pago, han depositado un fajo de billetes sucios y amarillentos. El barman ni siquiera se ha atrevido a retirarlo de la barra.
Uno de ellos se me acerca. Me pide fuego.
Le despacho amablemente. No quiero problemas hoy.
El tipo insiste y se sienta a mi lado.
El olor me hace que hierva por dentro, y de nuevo le invito a dejarme solo. 
El tipo insiste.
Con la mano derecha hago que el vaso le estalle en la cabeza y que la cerveza con sabor a meados le baje por la frente.
El tipo se pone en pie, con intenciones hostiles; es aparente.
Demasiado lento.
Ya siento en la mano izquierda el hierro de la pistola. La hago detonar dos veces, el tipo cae al suelo con los brazos extendidos.
Sus colegas se giran para mirarme; algunos desenfundan cuchillos y otras armas.
Me giro. Los miro de frente con el cañón apuntándoles.
De repente algo me golpea en la nuca y caigo al suelo desde el taburete.
El barman lleva un bate de béisbol en la mano.
Me reincorporo y disparo hacia los otros tipos.
Todavía tengo la mente borrosa cuando lo hago.
Fallo un disparo.
Acierto siete.
Los tipos se han convertido en marionetas sin ventrílocuo tiradas en el suelo.
La pared luce un precioso color rojo carmesí.
El barman todavía está en shock.  
El último fogonazo le alivia de su pavor. 
Un día normal. Es aparente.

jueves, 6 de octubre de 2011

Me ha descubierto.
Conozco las reglas. Sé que me tengo que ceñir a ellas, sé que tengo que ponerme la máscara cuando no me dedico a mi trabajo, sé que solo puedo liberarme cuando se trata de algo profesional, sé que la gente no puede saber quien soy, sé que tengo que vivir resignado, que así las cosas van mejor, que lo hago por ellos y no por mí.
Pero he fallado y me ha descubierto.
Se las ha apañado para desenmascararme, para mirar dentro de mí.
Se las ha apañado para intentar hacerme creer que me quería, que quería estar conmigo, que me amaba, que había encontrado a alguien especial.
Pero de nuevo se equivocaba. 
~
Apoya su cabeza sobre mi torso desnudo, duerme profundamente y deja que sus sueños se filtren por entre las sábanas blancas de seda.
La retiro con sutileza, lo mas levemente posible. No parece incomodarse, únicamente retoza un poco una vez me he levantado.
Me parece que abre los ojos un momento; tan solo ha sido mi imaginación.
Se gira a la izquierda y me da la espalda.
Agarro la camiseta interior y me la pongo. Bajo al piso de abajo.
Tirada en el suelo, encuentro mi gabardina. Del bolsillo secreto, saco el revólver.
Está cargado. 
Subo de nuevo al piso superior.
Cuando el sol comienza a filtrarse un poco más por los amplios ventanales, ilumina la instancia.
Se despierta; eso no entraba en mis planes.
Le digo que vuelva a dormirse, me hace caso y espero un poco.
La estancia sigue oliendo a ella. Me acomodo junto a la cama y le beso levemente la mejilla rozándola con los labios.
Descubro una triste sonrisa lúgubre cuando aprieto el gatillo.
En el baño encuentro mis pantalones.
Me dedico un momento de reflexión, apoyado contra la pared mientras consumo un cigarrillo.
De camino al hotel me cruzaré con un policía.
Le dedico una sonrisa cuando cruzamos las miradas.
Él me la devolverá.
Nadie se preocupará por una joven y atractiva prostituta muerta de una habitación de pensión barata, alquilada bajo un nombre falso por un nombre sin rostro.
Quemo las sábanas y rompo los espejos, registro los cajones y finjo un robo. Antes de salir de su casa rompo uno de los cristales desde el coche y esto hace sonar la alarma.
La chica quizás no tuviera la culpa. Quizá todo fuera mi imaginación. 
Demasiado tarde. Me parece justo.
Cuando he terminado, de camino a casa escucho música clásica y sonrío.
Me había descubierto.
Te Quiero pequeña.



miércoles, 5 de octubre de 2011

Mi primer pensamiento fue que mentía en cada una de sus palabras, aquel tullido canoso de mirada ladina.

Se lleva la mano a la boca. Comienza a toser.
Intenta decir algo, pero la tos ahoga sus palabras.
Me da la espalda, se lleva las manos a la cintura.
De su boca sale un proyectil con mas sangre que saliva. Impacta contra la nieve y se esparce.
Se lleva ambas manos a la boca. Comienza a toser con mas violencia.
Cuando vuelve a mirarme a la cara, tiene la sonrisa manchada de sangre oscura. En la mano lleva una pistola que me apunta.
Demasiado lento.
El gatillo hace rotar el percutor, que choca con la parte blanda de la culata del plomo e inicia una reacción ígnea que hace que los cuarenta y cuatro granos de pólvora de mi munición detone, impulsan el proyectil a lo largo del cañón de mi revólver. 
La bala impacta en la diana, justo entre ceja y ceja.
El viejo cae al suelo, con los brazos en cruz.
Me acerco y pateo la pistola lejos de él. Traza un surco en la nieve conforme se aleja.
Me arrodillo junto al viejo. Pongo la carta que me habían entregado en el bolsillo de su abrigo. 
Comienzo a toser. La sangre tiñe mi sonrisa.
Cobraré el cheque por la mañana.

domingo, 2 de octubre de 2011






~¿No escuchas? ¡Si había ruido por doquier!
Tañía con creciente fuerza, como una campana.
En mis oídos, los nombres de los aventureros desaparecidos,
pares amigos, que tenía fuerza, y cual valentía,
y el otro fortuna, pero en los pasados días.
¡Perdidos!, ¡perdidos! Un momento de tañido
por los años de desdicha.
Ahí se encontraban, alineados, en las laderas, congregados
para verme por última vez, un marco viviente
¡para un cuadro más! En un lienzo ardiente
les vi y les reconocí a todos. Y sin embargo,
impávido, llevé el cuerno a mis labios.
.Robert Browning






sábado, 1 de octubre de 2011

Mientras caminas con ella, los otros caminan con tu alma en el bolsillo.

En ocasiones me siento completamente solo.
Cuando nacemos estamos rodeados de personas, y esas personas nos ayudan en los primeros años de nuestra vida. Conforme vamos creciendo, nos seguimos encontrando personas que siempre están ahí para echarnos un ojo, para ver que lo que estamos haciendo esta bien, que no nos diferenciamos del resto y que seguimos el camino que siguen todos. Pasan los años y empiezas a pensar un poco por tí mismo, aún así te das cuenta de que no eres lo suficientemente grande para enfrentarte a todo el mundo que hace que intentes seguir el destino que ellos narran; que eres como una pequeña gota de agua que intenta ir a contracorriente en una cascada. Creces, maduras y empiezas a creer en tí mismo, empiezas a crear sueños nuevos que confías se hagan en realidad. Crees que en creer está la salvación, pero eso no es suficiente. Nunca es suficiente.
Pero es entonces, cuando sales de la corriente, cuando te das cuenta de que has perdido a mucha gente. De que la mayoría no ha querido sobresalir, que temen ser diferentes. Te das cuenta de que has dejado por el camino a gente que sabías que valían la pena.
Y te das cuenta de que todo esto te da igual, porque ahora estas solo y con tu soledad puedes llegar más lejos de lo que hubieras podido alcanzar con la ayuda de cualquiera. Y es eso lo que te da miedo. Temes encontrar una luz que te devuelva a la vida, que te devuelva la esperanza cuando ya tenías muerto el corazón. Lo temes porque lo que en realidad te da miedo, es que esa luz desaparezca, de que esa persona te abandone o desaparezca y vuelvas a caer en el vacío; de que vuelvas a estar solo.
Miedo a estar solo de nuevo, con tus sueños y tus recuerdos.